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jueves, 18 de diciembre de 2014

HIELO


David Aliaga
Paralelo Sur Ediciones
Presentación de Barcelona en la librería Alibrí




            David Aliaga, desde sus veinticinco años busca la verdad, pero la verdad se conserva mal,  se termina deshaciendo. En esta tarde-noche tan cálida para ser otoño en Barcelona,  digo que en esta tarde en Alibrí, nadie habló de Hielo, pero si de un paisaje que cuelga al final de la cuerda, donde se balancean cuatro personajes diminutos, sus verdades y sus mentiras, se propuso al lector entrar en un lugar del que no se puede escapar.
Como anfitrión literario cortó la tarta Juan Vico, que acaba de presentar El Claustro Rojo (XI premio Café 1916) de los Sloper de Mallorca. Juan Vico es un personaje de si mismo que tiene el suficiente talento para dibujarse por las mañanas y borrarse por las noches, el suficiente talento para desafiarse de esa manera cada día. Por eso el mismo dibujo toma rasgos de flequillo, de luz, de perilla, de sombras, hasta llegar al micrófono o a la pantalla del ordenador, a la pura sangre o al almíbar. Y allí estaba repartiendo preguntas que David tomaba como aspirinas, una, otra, otra, sin que la tos se fuera, esa tos que te impide encontrar la palabra que sirva a la vez de veneno y medicina. Al otro lado del flequillo el periodista Albert Fernández husmeó un poco entre los escombros que es lo que hacen los periodistas cuando se cae una casa, removió algunas hojas de col hervida, que es lo que hace un tipo sin apetito delante de un plato sin sabor, mientras masticaba frases como esta “Supongo que un poco las dos cosas. Me duele la cabeza, pero, en general, duermo poco.”. David Aliaga, contestó también a esa suerte de conjetura y repitió que el quería escribir una novela corta y que la escribió con ciento trece páginas porque le dio la gana y además dejó el final abierto por si Faulkner quería continuarla.
-Si, el “Sonido y la furia” tiene un final abierto.
            Jordi Gol, es el editor del libro. Se sentó en la última fila y desde ahí enfocó bien la escena. La cabeza de los editores es un flujo constante de lava o de lefa o de las dos cosas juntas y cuando eso se enfría crea un campo fértil donde crecen hortensias que se secan al final del verano que es cuando se podan para volver a empezar el ciclo. Y en eso estaba Jordi, entre lefa y flujo, sin saber si este año terminará o se alargará al año que viene, como los presupuestos de un estado mal gobernado. Mi opinión no vale, pero yo creo que el año se termina y el que viene será otro año distinto en el que se borrará todo del todo y empezaremos a luchar de nuevo como hormigas borrachas.
            -¿Y tu te duele la herida o es el insomnio de siempre? –preguntó Albert-
            -Supongo que las dos cosas –dijo David- Me duele la cabeza, pero en general duermo poco.
Mientras tanto Juan Vico, movía el flequillo como dando la razón y miraba de reojo las cuentas anotadas en su libreta roja, algoritmos, poesía, cicuta, algún cabello, sombra de ojos, unas gotitas de morfina seca, eso traía apuntado en la moleskine el autor de Hobo.
            -Supongo que a la recepcionista del hotel le parecí de lo más moderno –dijo leyendo de la libreta mientras con algún movimiento de la mano derecha dejaba mechas de dibujo en el aire-
            -Claro, si, en realidad la estructura de los relatos es más rígida que la de una novela –contestó como pudo David-.

            Y entonces sonó la hora de los empleados y sin contemplaciones sirvieron en la mesa de cristal, el vino blanco que presta Torres para estas ocasiones. Esa fue la señal para empezar a firmar libros, saludar pares y nones, a descabezarse flequillazos unos contra otros. Al salir a la calle el calor seguía pero ya era invierno.





domingo, 7 de diciembre de 2014

LA FAMILIA

Retrato de la familia de Juan Carlos I



            A Antonio López le conocimos en la intimidad de El sol del membrillo, mientras pintaba para Víctor Erice y el sol le marca la luz precisa que necesita en cada momento del día, a cada minuto, a cada hora, lentamente tal y como madura la fruta, el vino y los hombres. Como música de fondo, silencio y el tañer de las campanas de una iglesia.
Es en estos días, entre la pudrición de ellos, los hombres más honestos dentro de la cesta de las manzanas podridas, cuando el cuadro toma la forma definitiva que le unirá a los museos. Entre tufo de moho y humedad en el Madrid del siglo XVII, aparece, una vez rasgado el papel que la envuelve y que el pintor ha guardado con celo mientras gestaba cuadros lentos de la Gran Vía. Esperaba el momento, mientras esculpía (o amamantaba) caras de bebé a tamaño gigante y cuerpos humanos a escala real, tan real como el miedo. En todo ese tiempo de taller y calle, de entrevistas, películas, libros y palabras tranquilas, fabricaba el aire que respirará la familiar real para siempre, el tiempo, el gesto, los reflejos, las miradas, cada papila en esa lengua torpe de los borbones que te va envistiendo desde el hablar leporino de la Reina, la nasalidad gruesa del Rey, la poca gracia, la laca, la pata gorda de las infantas. Los encargos de esa naturaleza le daban de comer a Velázquez que conocía el secreto  guardado en las manitas de las infantas, en la sonrisa de las enanas, de los bufones, la sequedad de algunas expresiones reales, el frío de Madrid en invierno y el crujido de los pisos de madera así como el de los pasos en los suelos de piedra, el sueño de los perros. Velázquez como López carecían de ansiedad, no conocían la prisa. Ambos difuminan las partes, pero escrutan como nadie los lugares que a los demás nos resultan borrosos, el alma detrás de la sonrisa, el interior de la mirada, tan solo víscera para un cirujano, solo es víscera el dolor de la tristeza, la pena.
El cuadro de La familia, veinte años después, resulta inquietante como un zumbido de oídos, como el grifo de ducha del que solo cuelga un hilo de agua, un desagüe atascado. Casi la mitad del cuadro lo llenan dos figuras formadas por la madre y el hijo, el que hoy es el Rey Felipe VI y que durante esos veinte años fuera Príncipe de Asturias al que el pintor mantiene en  un plano adelantado, engrandecido y distanciado del resto, con la mirada serena y algo dulce. La misma serenidad o dulzura la vemos en la cara de doña Sofía, una máscara que el pintor quiere traducir así y que a los demás nos sirve porque la amargura muchas veces pasa por debajo del agua de los ríos, donde se esconden los cangrejos y los peces más viejos, entre las ovas y el barro. La otra mitad del cuadro lo entiende Antonio López como la Familia, formada por el entonces Rey Juan Carlos I y las dos Infantas de España. La más cercana al Rey, quizá la favorita, la débil, muestra un gesto heredado de su padre, ese gesto es la dificultad de formar parte de un reino obligado en un país prestado, una república, una patria magra, chula, mal criada, ruidosa, jornalera, hortera, paleta, llena de otras patrias que ya no quieren entenderse pero que duermen amancebadas en la misma cama. Ese es el gesto, el de haber bebido de un agua que no era para calmar la sed, era para pasar la gripe. La historia moderna de esta casa real, la conoce todo el mundo, incluso el pintor la debe conocer y el pintor, que es humilde, que quizá también sea republicano, que pinta en la calle con su caballete, escuchando las opiniones del que pasa por ahí, que pinta en el jardín de su casa, en el estudio, que respira por la herida igual que los demás, diferencia las bocas de las infantas, hasta tal punto que a una la seca el gesto y a la otra le da color, los ojos, la antigüedad de los vestidos, el minimalismo de la estancia donde los reflejos no son de una luz de primera hora, convierte magistralmente el aire en distancia. Este cuadro podrá verse en todos los libros de historia y formará parte de toda esa colección de cuadros reales del patrimonio de nuestros museos, esos por los que los pintores de cámara, Rubens, Velázquez, Martínez del Mazo, Zurbarán, Goya, nos enseñaron el momento, el gesto, la esencia, el alma de cada época, incluso el frío, el sabor y los olores.
La raza del cuadro de La familia, está en el genio de su carácter. Ninguno de los que lo habitan es libre de sus actos, intentan ocultar el corsé que les obliga bajo esos trajes holgados, quizá algo largos, algo pasados de moda, de estilo y en la memoria de esos veinte años fríos. No hay nada más, no hay indicios, vestigios, solo una lámina de tiempo casi invisible, esa por la que el pintor López no terminaba de entregar el encargo, porque tenía miedo que se borrara y con ella desapareciesen cada una de las figuras.
-Tenía que estar seguro -piensa el pintor- tenía que estar seguro. 
Mientras, escucha el adagio compuesto para las campanas de una iglesia cercana. En invierno, los membrillos, los limoneros, siguen madurando bajo la atenta mirada de un cuadro.  




Antonio López