Vistas de página en total

sábado, 25 de noviembre de 2017

KARMELO



foto: D.Yeste


No era la barra de un bar, era el auditorio Barradas donde otro año baja la red de Acrò-bates para unir a un poeta-cantante con un poeta, veintitrés frente a cincuenta y ocho años, ginebra sin agitar frente a cuatro botellas de agua que nadie tocó, una guitarra y una voz melodiosa frente a la sequedad del ser y la nada. Es difícil acoplar este juego de acróbatas; y allí estábamos de nuevo juntos, David, Helena, Oscar y lo que queda de mi. La rambla de L’Hospitalet y sus primeras horas de luz navideña, las terrazas medio oscuras, medio húmedas, el quiosco de prensa cerrado, todo el atrezo era poco, incluso siendo viernes.

La sala del Barradas es acogedora y amplia, el escenario suficiente para una guitarra y un par de micrófonos, la gente se dividía entre los que fueron a ver a Luis Ramiro y los que íbamos a ver a Karmelo, Karmelo G. Iribarren; y llegamos nosotros y llegaron ellos y se llenó media sala vacía y pasó el metro bajo nuestros pies, esa la línea roja que va a morir a Bellvitge que es el final de la tierra, la tierra plana. Cuando salieron a escena Oscar Solana ya nos había contado que en su ventana se había posado un halcón, algo extraordinario sin duda en una época de palomas viejas y enfermas.

Vi salir a Luis y detrás Karmelo, el primero sonreía seguro de su ser,  pertrechado de una guitarra y un gintonic, el segundo le seguía con pasos cortos de no querer salir a escena, vestido con un jersey absolutamente negro, unos Levis demasiado estrechos y unos botines muy bonitos, Luis se sentó en el taburete del bar y Karmelo, algo más abajo en una silla incómoda de verdad, sin atriles junto a una mesita para dejar su antología roja, bien cosida, a la que todos se acercan como a un puesto de fruta para ver si lo que se vende necesita tocarse, incluso el propio Iribarren buscaba los poemas más maduros, dejando otros que consideraba ya algo podridos por el paso del verano. Se sentó callado sin mirar a nadie y Luis salió al paso con un saludo, frases ingeniosas para tantear a esas chicas del público más joven, las que viven cerca del Mercat del Centre, las más perrillas, que ocupaban los primeros puestos frente por frente del cantautor y su belleza; repartidos por el azar y el pasillo, los demás, los que escuchábamos con insistencia el silencio de K.
         Luis empozó a cantar y noté que Karmelo no se podía encoger en esa silla, ni cruzar las piernas, ni respirar a pulmón, encorsetado como estaba por el jersey negro y las luces de los focos, nos llegaba ya su gesto y su silencio. Las chicas, con ganas de aplaudir, aplaudieron el primer monólogo del musical y Karmelo, saludó, dijo “buenas tardes” a aquella noche cerrada y comenzó; el libró le dio cualquier poema, aplaudimos y continuó así moviendo hojas como si la magia de los poemas le indicaran el orden del recital, cada vez, cada título, sin concesiones a nada de lo que le envolvía “Mirando fotografías antiguas te das cuenta de lo viejo que eres y de lo tonto que fuiste”. Y la gente aplaudía. “Me dejó porque conmigo no había futuro, eso me dijo. Y la verdad es que me alegré, porque con ella no había presente.”. El recital continuó en esa combinación de sonido y ritmo, Luis y Karmelo y se fue agotando lentamente, apoyándose en monólogos, travesuras, algunas risas del público y las propias de las que se avergonzaba Iribarren. Estuvimos así, bajo la lluvia, bajo el amor, bajo la fidelidad de los paraguas, bajo el amor hasta que pasó el metro de las nueve cuarenta y cinco haciendo vibrar los acordes de la guitarra y la incomodidad del poeta.
Salieron de escena entre aplausos y esos mismos aplausos les obligaron a volver, a cantar y recitar, a saludar como saludan los músicos, cogidos de la mano y doblando la barriga. Luis Ramiro trajo sus libros para vender, Karmelo no. Nosotros tomamos una cerveza fría en el Café Royale y unos pinchos que me supieron a gloria. Hablamos y los cuatro amigos volvimos a sentirnos juntos. De vuelta al metro nos los encontramos esperando un taxi frente a la luz mortecina de un cajero, Karmelo hablaba y los demás escuchaban. Cuando volvía sobre mis pasos rambla abajo seguían allí, esperando el taxi bajo la humedad de la noche, seguían escuchando al poeta, algo tristes, obligados por el protocolo que les devolviera a cualquier hotel y sin ninguna prisa.